miércoles, 1 de julio de 2009

El príncipe de Tlatelolco-Condesa- zona Norte-Centro

El se llamaba Julián y era, en algún momento, mi mejor amigo y mi amor platónico-inacabado-trágico. Se la pasaba escribiendo y pues hablaba bien raro, digo, no eran de a gratis la cajetilla de alitas sin filtro que se fumaba diario. Realmente lo único que nos unía en aquéllos momentos era nuestro supuesto espíritu hippie. Yo era una joven con cabello lacio-mal cortado y pantalones de mezclilla rotos; él, un flacucho con pantalones rotos, y una persona realmente nefasta.

Nos empezamos a llevar en un salón donde todos fumaban y fumaban marihuana. Todos sentían el deseo de estudiar alguna carrera inútil y de repetir mil veces que el mundo estaba mal; de entre toda la bola de inadaptados del mundo (adaptados en nuestro propio salón) nos encontrábamos él y yo. Con nuestras playeras hippies, pantalones rotos y botas nos disfrazábamos ah doc a la creencia del manifiesto del partido comunista y uno que otro de García Márquez. Un día afuera del salón empezamos a platicar cosas “raras” de gente “rara” que sólo se fija en “lo raro”, y pues como Julián lo repetía con su inmaculada voz, que si los chacuacos hablaran sería igualito, pues era más raro. Así que caímos rápidamente en una amistad tormentosa, basada en leer su poesía, escuchar sus tragicomedias y elegir a los mejores músicos. Uno pensaría que era buena persona, pero no, Julián sorprendía dándose a conocer porque tan nefasto podía ser.

Para hacerse más interesante se la pasaba escribiendo poesía en servilletas o en papelitos y regalándolos a las mujeres que podían leer y tener una vaga idea de que significa inicuo; si yo hubiera sabido esto con anterioridad me hubiera ahorrado muchos problemas, y no hubiera sido mi amor-trágico-platónico. Para completar su biografía, era hijo de una joven muy guapa que se había embarazado de un cantante de rock urbano de los ochentas y ahora vivía casada con un alto funcionario de cierta dependencia de relaciones, el cual los había llevado a vivir antes a Inglaterra. Julián por lo tanto, pasaba de ser un niño clase mediero bajo que vivía en Tlatelolco a ser un clase mediero alto que vivía en Inglaterra y después en la Condesa, resumido todo en ser el Príncipe de Tlatelolco. Dicho principillo se caracterizaba por nunca cooperar para las chelas aunque trajera más dinero que todos juntos; por llamarnos cerdos capitalistas mientras fumaba sus alitas. Para terminarla de amolar se bañaba sólo una vez a la semana.

Y claramente, me hice partícipe de los jueguitos, literalmente. Veíamos quién se bañaba menos en una semana y que tan mugroso podía ser el cabello del otro, si lucíamos ojeras moradas mejor. Lo único que logró eso fue que me malacostumbrara a no bañarme los fines de semana y durmiera dos horas por estar hablando con el Messenger. Si Julián en un ataque de amor me decía “eres una niño de 8 años” y me besaba la cabeza, yo vivía toda una semana recordando eso, sobrepasando sus cambios de humor y subiéndole el ego. Le ayudaba a sobrepasar sus enamoramientos con múltiples chicas, resumidas en que tenían grandes senos y se vestían de negro; ninguna de ellas le haría caso más allá del quinto poema. Yo las insultaba y pensaba lo insulsas que eran al no ver la poesía maestra del príncipe tlatelolquense. Con mis consejos que eran más bien halagos el siempre se iba bien satisfecho, después de acabarnos un licor de canela o pulque y haber recitado a Lorca en el auditorio de la escuela.

Para completar, teníamos nuestros estados de depresión-orgullo juntos. El poeta y yo dibujante-bailarina-frustrada, pensábamos que nuestra imaginación no tenía fin, al igual que nuestra inteligencia superior a la del promedio (sabíamos hacer sumas, las reglas básicas de ortografía y nos gusta de vez en cuando calentar las neuronas) y nuestra capacidad para buscar originales formas para suicidarse, por lo que, nos daban periodos donde no nos dirigíamos la palabra y nos reencontrábamos como si nos hubieran mandado a un campo de concentración y nos hubieran cortado la lengua.

Me dejó cuatro libros que me regaló (y unos que me regalé). Uno de ellos, era de su poeta favorito que intentaba copiar cada que podía, fuera en la forma de escribir, fuera en el pensar de “dejar este mundo mundano”, lleno de avaricia y “poco amor a la belleza”. Ese mismo libro me lo regaló antes de que se fuera a China “a saber del mundo” durante un año, y se enamorara de Ella vía Messenger. “Ella” era de mis mejores amigas, con ojos lindos, pero tonta como una papa. Un día, Julián por skype me dice “préstale el libro de Rimbaud”; lo cancelé por una semana y obviamente el libro sigue conmigo, pregunto yo ¿para qué le iba a dar el libro a Ella, si sólo se preocupa por que color de uñas se le ve mejor? Lo siguiente se resume en que el regresa a México y se enamoran perdidamente en dos meses y ahora ella, con ataque de celos (hacia todos) no deja que alguien se le acerque, menos si es mujer, menos si soy yo. Julián ya no puede escribir. Por mi parte, conocí personas más interesantes y mi respuesta se concreta en: yo los presenté. Lo peor, se lo busca uno solito.

Como todo lo que termina, ahora sólo lo tengo en la lista de amigos del Messenger, con su buen simbolito de no admitir, y cada vez que lo veo huyo de él como si me cachara la policía. Tal vez es rencor, pero ojalá que se termine casando con ella y sea feliz, eso significaría que nunca más volverá a escribir.

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